Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1879-1880 (Cortes de 1879 a 1881)
Sesión: 14 de junio de 1880
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 189, 4782-4790
Tema: Libre ejercicio de la regia prerrogativa

El Sr. PRESIDENTE: Se va a dar cuenta de una proposición incidental.

El Sr. SECRETARIO (Martínez): Dice así:

"Pedimos al Congreso se sirva declarar que el libre ejercicio de la Regia prerrogativa consignada en el párrafo noveno del art. 54 de la Constitución es una garantía para la defensa de las instituciones.

Palacio del Congreso 14 de Junio de 1880. =Práxedes Sagasta.=Manuel Alonso Martínez.=Antonio Romero Ortiz.=Víctor Balaguer.=Carlos Navarro y Rodrigo.=El Marqués de la Vega de Armijo.=Antonio Dabán. "

El Sr. PRESIDENTE: Tiene la palabra el Sr. Sagasta para apoyar su proposición.

El Sr. SAGASTA: Por espacio de más de ocho días, Sres. Diputados, he sido objeto de constante discusión en los solemnes debates del alto Cuerpo Colegislador, al que sin embargo no tengo aún el honor de pertenecer, y hace mucho tiempo que lo estoy siendo de la crítica de la prensa ministerial con motivo del discurso que en la reunión de las oposiciones liberales dinásticas de ambas Cámaras tuve ocasión de pronunciar.

Jamás acto de hombre político alguno ha merecido tan señalada distinción. Agradecido debo estar a tanto honor; pero mayor que mi agradecimiento debe ser mi satisfacción al ver que un acto que por ser mío apenas hubiera alcanzado escasa importancia, la ha adquirido tan extraordinaria por ser el primer acto de un partido. Pero tal como es, yo me apresuro a declarar, para desvanecer las dudas que respecto a su autenticidad ha manifestado el Gobierno, que lo reconoce como mío, que en él me ratifico, y que a no ser mío, de él estuviera muy satisfecho desde que supe que al Gobierno le había parecido antiparlamentario y anticonstitucional, porque tal idea me revela la manera que tiene el Gobierno de interpretar la Constitución del Estado.

Tan triste idea tengo del modo de practicarse el sistema representativo por este Ministerio, que dudas y hasta pena pudiera haber despertado en mi ánimo la idea de que mi discurso le hubiera parecido perfectamente constitucional y parlamentario.

Fácil, Sres. Diputados, y más que fácil agradable, hubiera sido nuestra tarea en el día de hoy, si hubieran pasado las cosas de distinto modo de cómo han pasado.

Manifestado por las oposiciones liberales monárquicas de ambas Cámaras en su reunión de 23 de Mayo el deseo de la fusión de los elementos liberales monárquicos del país, hubieran esperado tranquilamente la sanción de sus respectivas fuerzas, y una vez obtenida esa sanción, que convierte en realidad aquel deseo, y obtenida de una manera tan autorizada y de un modo tan decisivo y tan entusiasta como ya lo ha sido y nadie podía imaginar, nos hubiéramos presentado en ambas Cámaras a ofrecer al Trono y al país la nueva agrupación política, tan escarnecida después de realizada, como antes de verificarse deseada y hasta solicitada.

Yo me hallaba, en efecto, Sres. Diputados, tranquilo entre mis amigos y orgulloso de su confianza, abrigando la creencia que todavía abrigo de que el partido constitucional, por su historia, por sus servicios, por sus trabajos, por su fuerza, por su organización y por su disciplina, se bastaba y se sobraba para gobernar al país; con tanto más motivo, cuanto que pensando hacer desde las alturas del poder una política verdaderamente expansiva y de atracción, hubiera procurado aprovechar con gusto los servicios de todos aquellos que honradamente se hubieran prestado a contribuir a tan difícil tarea.

Pero mi creencia, como la creencia de mi partido, y pienso que la creencia del país, se estrellaban ante dudas que podían dificultar el turno pacífico de los partidos en la gobernación del Estado, ante dudas que hacían nacer la necesidad de la formación de una gran agrupación política compuesta de los elementos que constituían el partido constitucional, sumados con los elementos de otras fracciones valiosas que de él estaban separadas.

Yo que no quiero dar, no digo motivo, sino ni siquiera pretexto a que aquí no pueda establecerse el turno pacífico de los partidos, sin el cual no veo más que desventuras para mi Patria en no lejano porvenir, ahogué mi creencia y me presté a la deseada fusión, no porque creyera más próximo el poder, que esto no me puede halagar, porque del poder no he sacado más que amarguras, sino porque en el caso de que no pudiera establecerse el turno pacífico de los partidos, no se echara sobre mí la responsabilidad, ante el mío primero, y ante la Patria después, de que ese hecho no se había realizado por haber sido yo un obstáculo para su realización.

La fusión es, pues, un hecho. Para realizarla, todos los que a ella hemos contribuido, todos, unos más, otros menos, hemos hecho sacrificios. Yo ¿por qué no he de decirlo? Los he hecho muy grandes; pero precisamente porque me ha costado muchos sacrificios, estoy más que nadie decidido y resuelto a sostenerla y afirmarla. Después de esto, las cosas no han sucedido como debieran haber pasado, gracias a la intemperancia, gracias a la impaciencia del Gobierno; y sin ser difícil nuestra tarea, es más desagradable, pues que después de presentar al Trono y al país el nuevo partido, tenemos necesidad de defendernos de ataques prematuros, insensatos, que el Gobierno con una política desespera- [4782] da nos ha dirigido, y necesitamos devolver ataque por ataque. Esta es, pues, Sres. Diputados, la misión que me propongo desempeñar hoy en mi discurso, teniendo el sentimiento de molestar vuestra siempre para mí benévola atención.

Las oposiciones monárquico-liberales de ambas Cámaras se reunieron el 23 de Mayo en el Palacio de la Representación nacional, en el Palacio del Congreso, no para formar una coalición en un momento de pasión o de despecho, no para levantar una bandera de coalición transitoria en un interés pequeño de oposición o de gobierno, sino para hacer una fusión en el interés más alto del porvenir de la Monarquía constitucional y la regeneración del sistema representativo, cada vez, por desgracia del país, más viciado y corrompido. De la fusión de las oposiciones dinásticas y liberales de ambas Cámaras ha resultado la izquierda dinástica del Parlamento, como representación del partido liberal-monárquico ya formado. Este partido, el más liberal dentro de la Monarquía, se propone ajustar sus principios políticos y amoldar sus procedimientos de gobierno a la interpretación más alta, más expansiva y más liberal de la Constitución del Estado.

Es decir que se propone defender en la oposición y aplicar en el poder las más amplias soluciones que consienta la Constitución. De modo que en la cuestión religiosa, en la de imprenta, en la municipal, en la provincial, en el ejercicio de los derechos constitucionales, en el organismo, en fin, administrativo y político, piensa llevar, si fuera llamado al poder, toda la libertad que consienta la ley fundamental del Estado.

¿Es esto claro, Sres. Diputados? ¿Es que queda alguna nebulosidad? ¿Es que hay algún partido que presente programa más concreto y definido?

Pero ¿cómo se llama ese partido que todavía no está bautizado? Dice el Gobierno, con la gracia que caracteriza a los dos Ministros malagueños que han llevado el peso del debate. Los partidos no necesitan recibir el nombre del santo del día en que nacen. El nombre de los partidos resulta de su significación, de la base de que parten, del objeto principal a que se dirigen; y si de la fusión de los partidos monárquico-liberales de España ha resultado el partido más liberal dentro de la Monarquía, claro es que, llámese como quiera, siempre será el partido liberal enfrente del partido conservador.

Pero como vosotros además os llamáis partido liberal, y muchas veces, porque así conviene a vuestros fines, suprimís el calificativo de conservador, y no queremos nosotros confundirnos en ningún caso con vosotros; y como además es nuestro principal objeto la sinceridad en la práctica de la Constitución, llamémonos como queramos, siempre seremos constitucionales. De manera que frente al partido conservador de la Monarquía está aquí el partido liberal, y frente al partido conservador-liberal está aquí el partido liberal dinástico. Repito, sin embargo, que esto importa poco, porque siempre resultará que seremos conocidos por aquel nombre que cuadre mejor a nuestros propósitos y que mejor determine nuestras aspiraciones.

En cuanto a la jefatura, que tan preocupado trae al Gobierno cuando a nosotros nos tiene sin cuidado alguno, recordándonos esto aquel estrafalario malagueño que se murió de pena porque a su vecino le había sacado el sastre un chaleco largo; en cuanto a la jefatura, poco tengo que decir. Como en todos los partidos liberales todos los afiliados intervienen más o menos directamente en sus asuntos; como en último resultado la mayoría resuelve esas cuestiones, marca los procedimientos y determina su línea de conducta, en realidad en nuestro partido el jefe es más honorario que efectivo; pero efectivo u honorario, el jefe no es resultado de un título, de una voluntad, de un nombramiento; es más bien resultado de la coincidencia de las voluntades.

Por de pronto el partido liberal tiene una Comisión directiva, no un Directorio, como por error voluntario frecuentemente dice el Gobierno; tiene una Comisión directiva que se encarga de proponer las cuestiones para que sus correligionarios las resuelvan, y esto basta y sobra; que por lo demás, lo importante, lo esencial era reunir en una misma corriente fuerzas hasta ahora dispersas, y traerlas a la vida general de la política: que una vez eso establecido, y eso establecido está, fuerzas extrañas, acontecimientos extraordinarios, sucesos ulteriores harán lo demás; y el jefe, si es que alguna vez llega a aparecer, será el más afortunado, el más simpático a sus correligionarios, el que haya hecho mayores sacrificios en aras de la colectividad, y en fin, el que inspire mayores simpatías a sus compañeros e infunda mayor espeto a sus adversarios.

He aquí, pues, el partido, con su organización y con su programa, que tenemos la honra de presentar al Trono y al país como resultado de un acuerdo patriótico tomado en la reunión de las oposiciones monárquicas-liberales del día 23; acuerdo sancionado y con unánime aplauso proclamado por todos los elementos liberales del país representados en Cortes por estas oposiciones.

Somos, pues, un partido y no una coalición; que si hubiéramos querido hacer una coalición, una coalición hubiéramos hecho y una coalición hubiéramos proclamado. Basta que nosotros lo digamos para que se dé a esto entero crédito, a no ser que se nos quiera inferir la ofensa de suponer que no tenemos el valor de nuestros propios actos. Somos un partido, y no un partido niño, como chistosamente dijo el Sr. Presidente del Consejo de Ministros; porque no siendo ya niño el partido constitucional, al cual se han agregado otras fuerzas, claro es que el que ya no era niño será hoy hombre y muy hombre.

En cambio, el partido con que el actual Presidente del Consejo de Ministros subió al poder después de la restauración, no era ni siquiera niño, puesto que para extraerlo del vientre de su madre tuvo necesidad de valerse del fórceps electoral, y debió únicamente su salvación a la habilidad con que el instrumento estaba preparado y a la destreza con que supo manejarlo el cirujano comadrón.

Antes hacíais creer que en bien de las instituciones y para la más firme consolidación de la Monarquía deseabais con ansia la estrecha unión de los elementos de oposición liberal de la política, y después que esta unión se ha realizado, la habéis combatido de todos modos: con la burla, con el sarcasmo, con supuestos antagonismos personales y políticos, con amenazas, con armas hasta ilícitas; todo, todo lo habéis empleado para combatirla.

Se reúnen las oposiciones monárquico-liberales en el Palacio del Congreso, donde acostumbran a reunirse los representantes de la Nación, ya pertenezcan a la mayoría, ya a la minoría, para tratar de sus asuntos, para combinar sus planes de ataque o de defensa [4783] al Gobierno, para tratar, en fin, de aquellos intereses que pueden convenir a las minorías, a las mayorías, o al Gobierno; y se reúnen dando antes y después de la reunión la mayor publicidad posible para que llegara a noticia de todos; y el Gobierno tiene el atrevimiento de decir que las oposiciones monárquico-liberales se han reunido en un antro, huyendo de la luz y a puerta cerrada; y es claro que si se habían de reunir en un antro, hacían bien en reunirse a oscuras para no ser vistas, y en reunirse a puerta cerrada para no ser sorprendidas, ni más ni menos que como se reúnen los delincuentes cuando van a concertar sus tenebrosos y criminales planes. Es decir que se han reunido en un antro, o sea en una morada de gentes de mal vivir; esto significa la palabra que en estilo poético se ha empleado algunas veces como vivienda diabólica de brujas; pero como no estamos hoy para poesía, y como yo pienso hablar en prosa, y en prosa muy vulgar y común, para que todo el mundo me entienda, resulta que no me puedo quedar más que con la primera acepción.

Pues, Sres. Diputados, si habiéndonos reunido en este edificio, según el Gobierno nos hemos reunido en un antro donde sólo se reúnen las gentes de mal vivir (El Sr. Ministro de la Gobernación: No hemos dicho eso), ¿en qué sitio, con qué publicidad y con qué solemnidades habrán de reunirse, así las minorías como la mayoría, para no resultar a los ojos del Gobierno como gentes de mal vivir? A estas absurdas aberraciones conducen las intemperancias de la osadía.

¡Ah! Cuando creíais imposible nuestra unión, decíais que era tan necesaria al afianzamiento de las instituciones, que sin ella no podía salir el poder de vuestras manos. Se verifica nuestra unión, y consideráis más necesaria que nunca la conservación del poder, porque la reunión es peligrosa, revolucionaría, atentatoria a las prerrogativas de la Corona, y queréis hacer creer que los fusionados son unos perturbadores y que casi se reúnen fuera de le ley, demostrando casi vuestros deseos de que se pongan fuera de ella el general Martínez Campos por antidinástico, el Sr. Alonso Martínez por antidinástico, el Sr. Posada Herrera, el Sr. Marqués de la Habana y el Sr. Jovellar y tantos ilustres varones como han consagrado su vida a la Monarquía y a la Patria, a los cuales pretendéis presentar como demagogos. Es decir, que nos presentáis a las altas instituciones como si no fuéramos un partido.

Señores, es necesario estar ciegos, es preciso haber perdido la razón para descubrir de esa manera vuestros propósitos. Para vosotros no hay opinión; para vosotros no hay Trono; para vosotros no hay Constitución; no hay más que un día más de Ministerio: omnia pro dominatione serviliter. Pero lo que ha alarmado al Gobierno no es precisamente la formación del partido, sino el discurso-programa que sirvió, digámoslo así, de base a su formación, que ha sido y es antiparlamentario, inconstitucional, atentatorio a las prerrogativas del Trono, y tan revolucionario y tan demagogo, que ha puesto en peligro las altas instituciones del país, hasta el extremo de que habéis creído necesario que vengan de todos los ámbitos de la Monarquía los Diputados y Senadores a decirle al Rey: ¡Por Dios, por Dios, que continúe este Ministerio, porque si no, las instituciones peligran! (Una voz en una tribuna: Muy bien.)

El Sr. PRESIDENTE: Orden en las tribunas.

El Sr. SAGASTA: Vamos, pues, a examinar brevemente este terrorífico documento. Empieza encareciendo la necesidad de practicar con toda la verdad el sistema representativo, tan viciado y tan pervertido en este país, como motivo para que los verdaderos amantes del régimen constitucional se reúnan y procuren remedio a tan grave mal. Nada hay en esto que no sea perfectamente lícito y que no refleje los más nobles propósitos, aun cuando la aseveración que se establece fuera inexacta, que yo probaré que no sólo es exacta, sino que la perversión del régimen representativo ha alcanzado en estos días un límite tal, a que no ha llegado jamás en ningún país del mundo regido por este sistema, aun en épocas de la más triste y de la más desdichada recordación. La verdad es que estos son los verdaderos principios sobre que se asienta el régimen constitucional, para que el común impulso procure la regeneración del sistema representativo, primera necesidad del país, a la cual deben todas sacrificarse, sin la cual no es posible esperar ni libertad, ni orden, ni justicia; basta, aunque estén separados en ciertos puntos de política general, que estén conformes en estos tres, que son los principales y los que han infundido tan pavorosa alarma en el ánimo esforzado y sereno del Gobierno, que, como si los galos estuvieran a las puertas de Roma, se ha creído en el caso de no dar paz a la mano y de escribir circulares, unas suplicando y otras amenazando, para reunir sus aguerridas huestes en los campos de batalla del Congreso y del Senado.

Os voy a leer el primer punto: "Sin la buena fe, sin la absoluta sinceridad en la práctica del sistema representativo, de modo que las mayorías en los Cuerpos Colegisladores puedan ser expresión fiel de la mayoría del país, y por lo tanto reflejo exacto de la opinión pública, no hay verdaderamente régimen constitucional, porque las Monarquías constitucionales pueden, si actos de personal energía de los Monarcas no lo estorban, quedar supeditadas al despotismo ministerial, el peor y el más pugnante de todos los despotismos. "

Pues esto es ni más ni menos que la manifestación de una verdad tan inconcusa y tan evidente, que no hay nadie que pueda ponerla en duda a no desconocer en absoluto los principios más rudimentarios del mecanismo sobre que descansa el régimen constitucional. Es claro que sin la buena fe, sin la sinceridad en la práctica del régimen representativo, se pueden falsear las elecciones; y tan fácil es falsear las elecciones, que aquí se están falseando todos los días; es claro también que falseadas las elecciones, las mayorías parlamentarias que de esas elecciones resultan no son la verdadera expresión de la mayoría del país, no son el reflejo exacto de la opinión pública. Desde el momento en que el Monarca sigue las indicaciones de semejantes mayorías, no satisface las necesidades del país; lo que hace única y exclusivamente es cumplir los deseos del Ministerio.

Desde este momento el régimen constitucional cae por tierra, cae por su base, porque el Poder moderador queda sujeto a la voluntad ministerial. Cuando esos males acontecen en un país, y en el nuestro desgraciadamente acontecen y somos víctimas de ellos, ¿cómo, sino por actos de personal energía del Monarca dentro de sus atribuciones constitucionales, pueden tener remedio? Si con actos de otra naturaleza han tenido remedio en otras ocasiones en este país y en otros países; en bien de la libertad, en bien de mis conciudadanos pido a Dios, como lo pedirá todo buen español, que los primeros hagan innecesarios los segundos.

Es rudimentario, Sres. Diputados, es rudimentario [4784] en el derecho constitucional, que sólo en el equilibrio de los altos Poderes del Estado estriba la marcha regular de las instituciones; cuando uno de los Poderes, por abusos o por otra cualquiera causa, quiere sobreponerse al otro Poder, el Rey, juez imparcial entre ambos Poderes, porque está de la misma manera al frente de los dos, es el único que puede decidir el conflicto, castigando con la disolución a aquel de los Poderes que ha ocasionado el conflicto. Esto es elemental, es axiomático, es perfectamente constitucional, es perfectamente parlamentario: lo que no es constitucional ni parlamentario es obligar al Monarca a poner moderación a aquel de los Poderes que no se extralimita o abusa.

Yo bien sé que esta es la función más delicada de las Monarquías constitucionales; yo bien sé que de esta delicadísima función se puede fácilmente abusar; yo bien sé que el ejercicio de esta delicada prerrogativa, para que sea recto y ajustado, exige circunstancias personales eminentes en los Monarcas; pero también sé que la tarea del Rey constitucional es bastante más difícil que la del Rey absoluto; que no consiste el buen desempeño de la primera única y exclusivamente en atenerse en todo caso, en todas circunstancias y siempre, a lo que digan la mitad más uno de los votos de las Cámaras, porque entonces sería una tarea tan fácil, que pudiera desempeñarla hasta un imbécil. Las Monarquías constitucionales brillan hoy en el mundo en oposición a las Monarquías absolutas, más que por el esplendor del Trono, por las cualidades eminentes de los Monarcas. Cuando esas cualidades existen, no hay peligro ninguno en el ejercicio de aquella elevadísima función; al contrario, el peligro sobreviene cuando a falta de aquellas cualidades el Monarca tiene que atenerse en todo tiempo y en toda circunstancia a lo que le digan la mitad más uno, las mayorías de las Cámaras, sin tener en cuenta ni su origen, ni su importancia, ni la significación, ni la intención de esas mayorías.

Señores Diputados, pues si las mayorías parlamentarias hubieran de tener en todo caso y en toda circunstancia influencia decisiva; si el número había de dominar siempre y en todo caso a la opinión; si siempre y en todo caso que tenga un Gobierno mayoría parlamentaria, cualquiera que sea su conducta, hubiera de continuar rigiendo los destinos del país, la prerrogativa Regia sería innecesaria, estaría demás esa prerrogativa, sería ilusoria la acción moderadora del Poder Real; el Poder Real quedaría en completa dependencia, se rompería el equilibrio en que únicamente estriba el organismo constitucional.

Es verdad que de esta manera se hace imposible el despotismo del Rey; pero en cambio, se hace muy fácil el despotismo parlamentario, sobre el cual se levanta siempre soberbia la tiranía ministerial, la peor, la más repugnante, la más odiosa de todas las tiranías, y el problema está en hacer tan imposible el despotismo del Rey como el despotismo del Ministerio.

Se dice, sin embargo: "Es que queremos una Monarquía constitucional a la manera de las Monarquías constitucionales de Inglaterra y de Bélgica. " También nosotros la queremos, y precisamente porque la queremos, queremos practicar el sistema representativo y desenvolverle en toda su pureza, en la cual única y exclusivamente estriba la felicidad de los países que por él se rigen. ¿Pero es, Sres. Diputados, que estamos desgraciadamente nosotros en el caso de aquellos países? ¿Es que ni en las Cámaras inglesas, ni en las Cámaras belgas hay representantes que no sean conocidos ni de nombre en las localidades que representan? ¿Es que en aquellas Cámaras hay representantes que lo sean única y exclusivamente por ser amigos y ciegos servidores de los que dirigen las elecciones? ¿Es que en aquellas Cámaras hay una mayoría que se rebela contra la prerrogativa Regia, sin más que porque el Rey no la ha ejercido a favor de determinada persona? Pues si aún en aquellas Monarquías en que esto no sucede, si en aquellos países en que para fortuna suya rige en toda su pureza el sistema representativo, más de una vez los Reyes han tenido que obrar en contra de las mayorías parlamentarias, ¿cómo se quiere obligar en este país, Sres. Diputados, a que el Monarca se someta a las manifestaciones de las mayorías, y cómo ha habido el atrevimiento de decir que cuando no se someta podría sobreponerse al Parlamento? La defensa de la Monarquía constitucional, asentada en estos buenos principios, es lo que contiene el punto primero de mi discurso, que tanto ha exacerbado la bilis del Ministerio, porque este Ministerio se incomoda siempre que se hace la defensa de cualquiera que no sea él, siquiera ese cualquiera sea la Monarquía constitucional.

Y vamos al segundo punto, cuyo contenido ha producido tal asombro, que no parece sino que a su lectura se debe nublar el sol, la tierra se detiene, los ríos salen de madre, los mares invaden las cimas de las montañas, y todo anuncia la catástrofe del fin del mundo: el Gobierno no se atrevía a leerlo sin prevenir antes a los oyentes los graves peligros que entraña, y decía al Senado: Sres. Senadores, os vais a indignar, os vais a levantar de los asientos; y hasta que aquellos, fascinados y sin saber lo que hacían le aplaudieron, no se decidió el Gobierno en un rasgo de valor heroico a leerlo; lo lee, y en efecto, ni nadie se indigna, ni nadie se levanta, ni nadie protesta, ni resulta más que el ridículo de un Gobierno que apela a tan extravagantes exageraciones para combatir a este partido. Yo voy a leerlo, y voy a leerlo tranquilamente, porque como ya hay la experiencia de que nadie se asusta, no me parece que os habréis de asustar vosotros.

Dice así este segundo punto:

"Sólo poniéndose al frente del progreso de los pueblos, para dirigirlo y no para contenerlo; sólo conquistando la confianza de los partidos, dispensándoles por igual el favor de sus altísimas prerrogativas; sólo, en fin, siendo esperanza de libertad, como es de suyo y por su esencia garantía de orden, es como las Monarquías constitucionales, en los tiempos que alcanzamos, pueden adquirir toda aquella fuerza y conquistar toda aquella popularidad que han menester para el cumplimiento de los elevados fines que están llamadas a realizar. "

Señores Diputados, ¿pues qué es esto, más que la expresión de las condiciones esenciales de la Monarquía constitucional, hasta el punto de que, faltando cualquiera de ellas, la Monarquía constitucional desaparece? Pues qué, ¿queréis una Monarquía que en vez de dirigir el progreso de la civilización lo contraríe? Entonces queréis sencillamente la Monarquía de los carlistas. ¿Queréis una Monarquía que no reparta por igual el favor de sus altísimas prerrogativas entre todos los ciudadanos? Entonces queréis hacer del Monarca un jefe de partido. ¿Queréis que una Monarquía, que ya de suyo es garantía de orden, no sea siquiera esperanza de libertad? Entonces queréis la Monarquía absoluta de Fernando VII. Quitadle, quitadle cualquiera de estas con- [4785] diciones a la Monarquía constitucional, y el régimen constitucional desaparece. La Monarquía que no siga el impulso de sus pueblos, la Monarquía que no cobije bajo los pliegues de su bandera a todos los ciudadanos, la Monarquía que no sea compatible con la libertad, no es ni puede ser Monarquía constitucional. ¿Os asustáis también ahora? ¿Es que soy sólo el que lo dice? Pues ¿no lo dicen todos los que conocen los principios más elementales del régimen constitucional? ¿No lo ha dicho muchas veces el actual Presiente del Consejo? ¿No le habéis oído, al exponer el orden de sus conceptos políticos, que el primer concepto político suyo es la Patria, el segundo la libertad y el tercero la Monarquía? Pues ¿qué quiere decir esto, sino que el Sr. Presidente del Consejo no quiere la Monarquía sin la libertad? Pues ¿qué quiere decir esto, sino que el Sr. Cánovas del Castillo no quiere la Monarquía sino para realizar la libertad? Pues ¿qué quiere decir esto, sino que el Sr. Cánovas del Castillo no quiere la Monarquía sino después de la libertad? Pues ¿qué quiere decir esto, en fin, más que lo mismo que he dicho yo, aun cuando yo lo haya dicho en otra forma más cortés y con todo el respeto y consideración que siempre tan alta institución merece?

Pero entonces, ¿por qué el Gobierno se ha asustado de la exposición de principios incontrovertibles e incontrovertidos? ¡Ah! Yo no creo que el asombro del Gobierno haya sido fingido: yo no creo que el Gobierno haya supuesto una alarma que verdaderamente no sintiera, no: yo creo que el Gobierno ha sentido asombro en este punto al leer en el documento los principios del régimen constitucional, porque su conciencia le decía cuán olvidados los tiene y cuán pervertido se halla en sus manos.

El Gobierno se ha asombrado, porque acostumbrado ya a la impureza del régimen representativo, le extraña la pureza de los principios. El Gobierno se ha asombrado, porque acostumbrado a vivir en una atmósfera corrompida, apenas puede respirar una atmósfera pura, y le acontece lo que a aquel que, condenado a la oscuridad, al salir a la luz del día no puede abrir los ojos porque le mortifica y le ofende la brillantez del sol.

No he de ocuparme, Sres. Diputados, en el examen del tercer punto, porque el tercer punto se reduce a un ataque al Ministerio, más o menos enérgico, más o menos oportuno, más o menos duro; pero un ataque, al fin, al Ministerio, y me figuro que no se ha de tener la pretensión de que las minorías o las oposiciones se reúnan para cantar ditirambos en loor de Ministerio; que para esto bastan y sobran las reuniones de la mayoría, en las cuales, después de elogiarse el Gobierno así mismo, combate a las minorías, sin que las minorías se den por ofendidas ni vengan aquí a quejarse de que han sido atacadas fuera del Parlamento, ni llamen por eso a las mayorías antiparlamentarias ni anticonstitucionales.

Y vamos al final de mi discurso, como si dijéramos, al trueno gordo, a la amenaza al Rey.

Dice el final: "Después de eso, la política española podrá seguir rumbos tranquilos o azarosos derroteros: ¡feliz aquel que pudiendo cerrar el paso a los segundos, tiene en sus manos la paz de los pueblos! "

Señores, la política seguirá sin duda azarosos derroteros si el sistema representativo no es una verdad; y la verdad del sistema representativo no se puede conquistar más que o por medio del cuerpo electoral, o por medio del Rey, guardador primero de la Constitución del Estado: el cuerpo electoral o el Rey, únicos que pueden poner coto a las demasías del Gobierno.

Pero el cuerpo electoral, Sres. Diputados, el cuerpo electoral es el pueblo, y lo más fácil, lo más lógico, lo más natural, lo que es expuesto a menos riesgos, lo que se ha podido conseguir en otros países, es que el cuerpo electoral, al mantener su derecho, o al reconquistarlo si es que lo ha perdido, mantenga y reconquiste la pureza del sistema representativo; pero ese cuerpo electoral es el contribuyente, es el pueblo, y el pueblo está agobiado, no puede con las cargas que pesan sobre él. Cerca de 200.000 propietarios han dejado de serlo porque sus fincas han pasado a ser propiedad del fisco, y otros tantos están expuestos a sufrir la misma suerte; y en este estado el cuerpo electoral, con el dogal al cuello y envuelto en la red administrativa en que le tenéis encerrado, basta la mirada de una autoridad para que con raras y heroicas excepciones tenga que someterse a su voluntad y sea imposible que recupere sus derechos y restablezca al mismo tiempo la pureza del sistema representativo.

Pues si el cuerpo electoral no puede recuperar sus derechos, si los Gobiernos pueden abusar de su poder irresistible sobre él, y abusan en efecto, ¿qué remedio queda para este mal? ¿Qué remedio queda, sino que el auxilio venga del Rey? Y adviértase que no pueden los Gobiernos conculcar el derecho de los pueblos, sin que él, con mayoría o minoría, pueda hacer lo que la Constitución determina en estos casos. Que el remedio es heroico, sin duda alguna: que por ser heroico es peligroso, ya lo sé; pero si no hay otro remedio, ¿nos hemos de dejar morir cobardemente de vergonzosa inacción?

De manera que todas las amenazas que yo he podido dirigir al Rey en el final de mi discurso consisten poco más o menos en decir lo siguiente: "Señor, sólo en vuestra buena fe, en vuestra honradez como Rey constitucional, pueden encontrar remedio nuestros males: habrá alguien que dude por lo que otros Reyes hicieron, del uso que podéis hacer de vuestra altísima prerrogativa, y alguna duda de esta naturaleza se descubre en las palabras de aquellos en quienes habéis depositado vuestra confianza; pero nosotros que no abrigamos esos temores, a vuestra lealtad confiadamente nos entregamos. "

¿Dónde está aquí la amenaza? Al decir después: " ¡Feliz vos, único que poseéis el remedio de nuestros males! " Porque no hay que hacerse ilusiones; yo he venido hoy a decir toda la verdad. En el estado de angustia en que se encuentra el contribuyente, en el estado de aislamiento y de temor que asalta al cuerpo electoral, no hay más remedio que, o entregarse a la buena fe del Rey, o entregarse a la buena fe del Ministerio.

Yo no quiero molestar a este Gobierno, que parece se incomoda por todo lo que yo digo; pero entre la buena fe del Rey y la buena fe del Ministerio, me quedo con la buena fe del Rey. Si me dice el Gobierno que la confianza en la buena fe del Rey puede traer el despotismo Real, yo le contesto a eso que si la confianza en la buena fe del Rey puede traer el despotismo Real, la confianza en la buena fe del Ministerio puede traer, trae, ha traído ya, somos víctimas de ella, la tiranía ministerial; y entre la tiranía ministerial y la tiranía del Rey, claro está que yo aborrezco las dos; pero de vivir sometido a alguna, es menos humillante, menos [4786] vergonzoso vivir bajo el despotismo del Rey que vivir bajo el despotismo de un Ministerio.

Pues bien, Sres. Diputados; a hacer imposible una y otra tiranía, a hacer imposible uno y otro despotismo, a hacer imposible el absolutismo como la Convención, es a lo que se dirigía mi discurso el día 23; y este es el espíritu que ha informado, como ahora se dice, el programa de nuestro partido, y es el espíritu que informa la proposición que hemos tenido la honra de presentar.

He terminado la primera parte de mi discurso, en el cual me proponía presentar al Congreso y al país el nuevo partido y defender el acto que sirvió de base a su formación; voy a ocuparme en la segunda parte de los discursos pronunciados por el Gobierno con motivo de un debate análogo a éste, y voy a procurar resumir en una síntesis todos aquellos argumentos del Gobierno que sirven de base a lo que él cree su inexpugnable situación.

Síntesis de los argumentos del Gobierno: yo no hice las elecciones de que son producto estas Cortes; aquellas elecciones que dieron por resultado estas Cortes, se hicieron por el Ministerio presidido por el general Martínez Campos, el cual, a pesar de tener mayoría en ellas, abandonó voluntariamente el poder. A consecuencia de esto, el Sr. Posada Herrera fue encargado por S. M. de formar Ministerio, y no lo pudo conseguir, porque encontró cerradas todas las puertas, inclusas las del partido constitucional, que ahora ha encontrado tan abiertas. Preguntas que se desprenden de estos datos, bases de la argumentación del Gobierno: ¿Cómo es que los que hace seis meses eran tan irreconciliables ahora se han unido? ¿Cómo y por qué hemos de dejar el poder, cuando éste vino a nuestras manos a pesar nuestro? Porque ahora os habéis reunido, cosa que antes fue inútil, porque ni aún para el poder os quisisteis unir, ¿hemos de dejar el poder ahora? ¿Por qué el Sr. Sagasta, que no quiso unirse con el Sr. Posada Herrera, ahora con tanta facilidad se ha unido? Me parece que estos son los datos de la cuestión, y he puesto con toda exactitud los términos del debate. Si hubiera alguna inexactitud, quisiera que el Gobierno me lo advirtiera, porque quiero discutir, como siempre, de buena fe. Vamos por partes.

El Ministerio Cánovas del Castillo no hizo las elecciones; pero en previsión de la crisis, preparó el terreno electoral con más ahínco, con más solicitud que si lo preparase para hacerlas él. Reparad bien que yo me valgo del lenguaje usual y común, porque al hablar de elecciones decimos todos desgraciadamente hacer las elecciones, lo que prueba el vicio profundo que hay en el sistema representativo. Preparó, pues, el terreno electoral con más solicitud que si hubiera de haber hecho él las elecciones, y después de ser dueño de todos aquellos resortes electorales que pueden utilizarse, llamó a Madrid a los gobernadores, los puso en contacto y de acuerdo con los candidatos, y candidatos y gobernadores se volvieron a sus puestos a cumplir las órdenes que recibieron del actual Sr. Ministro de la Gobernación. En tal estado llegó el general Martínez de Campos al poder; de tal modo y a tal extremo llevó su confianza con el Sr. Cánovas del Castillo y sus compañeros, que aceptó, como sabemos, los gobernadores que éste tenía nombrados, los candidatos que tenía designados, y hasta los trabajos electorales que artificiosamente tenía preparados.

Al observar esto los representantes del Gobierno en los pueblos y en las provincias, creyeron de buena fe que el Ministerio del general Martínez de Campos no era más que una corta vacación del Ministro Cánovas del Castillo, la vacación necesaria para que el general Martínez de Campos llevara a cabo sus reformas de Cuba, único objeto para lo cual creyeron esas autoridades que había sido nombrado aquel Ministerio, y una vez hechas aquellas reformas, el general Martínez de Campos podía dejar el puesto al Sr. Cánovas del Castillo. Y hasta tal punto creyeron eso las autoridades, que en lo que tenía relación con la política, y sobre todo con las elecciones, entre una orden del Ministro de la Gobernación del general Martínez de Campos y una carta particular del Sr. Romero y Robledo las autoridades obedecían ciegamente la carta del Sr. Romero y Robledo. (El Sr. Silvela pide la palabra.) Pero ¿qué más, Sres. Diputados? Dado el vicio del sistema representativo, cuando los candidatos venían con sus pretensiones como hay siempre en tiempos electorales, para remover los obstáculos que hay en sus elecciones, vienen al despacho del Ministro de la Gobernación, lo cual prueba el vicio de que yo me estoy lamentando: pues en esta ocasión los encargados que venían con las pretensiones no iban al despacho del Sr. Ministro de la Gobernación, sino que iban a casa del Sr. Romero y Robledo. (Rumores.)

Es verdad que el general Martínez de Campos quiso hacer unas elecciones libres; es verdad que las elecciones que había presidido en la isla de Cuba le habían producido el deseo de hacer aquí unas elecciones verdaderamente libres; pero tan libres las quiso hacer, que por no querer intervenir en nada desde el poder, dejó que el Sr. Cánovas del Castillo y el Sr. Romero y Robledo las hicieran desde fuera del poder y contra el poder, sin la responsabilidad del poder mismo, con sus amigos, por sus amigos y para sus amigos; es decir que este es el vicio originario de estas Cortes y de esta mayoría. Así es, Sres. Diputados, que mientras el general Martínez de Campos, descansando en su buena fe y en la confianza que tenía en sus amigos, siguió la política del partido conservador, la política de los señores Cánovas del Castillo y Romero y Robledo, pudo gobernar, pudo disponer de esa mayoría.

Pero en el momento en que para cumplir sus compromisos, para realizar sus reformas de Cuba, tuvo que separarse un poco de la tutela de estos señores, el Ministro de la Gobernación de aquel Ministerio le advirtió cortésmente al general Martínez de Campos que esta mayoría no era suya, porque no era mayoría del Gobierno, sino mayoría de los Sres. Cánovas, Romero y Robledo y compañía.

Señores, se ha visto en este país y en otros países, que por las necesidades y apuros de la Hacienda, muchos particulares han tenido que encargarse de algún ramo especial de la administración; pero no se había visto hasta ahora, ni aquí en ninguna parte, que un particular pudiera encargarse del ramo más importante de la política del Estado, del ramo de las elecciones generales. Y cuenta, señores, que así como particular que se encarga de un ramo de la Hacienda, naturalmente procura tener la mayor ganancia posible por su trabajo y por su actividad, así también los particulares que se encargan del ramo de las elecciones se quedan con la mayor parte de las ganancias que su trabajo les proporciona. Bien sé que hasta ahora no había sucedido esto en nuestro país; pero el hecho es que aconteció en las últimas elecciones, y esto revela [4787] que existe un vicio profundísimo en el régimen representativo.

El general Martínez de Campos presidió lealmente aquellas elecciones; ¿abandonó el poder porque quiso, por su propia voluntad? Aunque no tenía interés personal, pero interés tenía en continuar en él para satisfacer los compromisos que había contraído honradamente allende los mayores, el general Martínez de Campos no dejó el poder por su propia voluntad; lo dejó porque fue arrojado por aquella mayoría que venía al parecer a sostener al Ministerio y que durante las elecciones se dijo que iba a apoyarle.

Pero salió el general Martínez de Campos del poder, y a consecuencia de su salida fue encargado por S. M. el Rey de formar un Ministerio el Sr. Posada Herrera, que tuvo la bondad de ofrecerme para el partido constitucional una participación en el poder, y que yo tuve a bien entonces no aceptar. ¿Por qué rechacé yo la participación que me ofrecía el Sr. Posada Herrera? Acababan de ser elegidas estas Cortes; apenas habían tenido tiempo de contestar al discurso de la Corona; las reformas de Cuba, que habían sido el motivo, o por lo menos el pretexto de la modificación ministerial, presentaban un carácter de urgencia, que de su pronta resolución, de su pronto planteamiento se hacía depender la paz y el porvenir de aquellas provincias: los Diputados de aquella parte de nuestro territorio, elegidos por primera vez , venían a tomar parte en nuestras deliberaciones; los unos habían llegado, los otros se encontraban en camino, y todos abrigaban la esperanza de volver pronto a su país, llevándole las anheladas reformas. ¿Y era político, era conveniente en aquellos momentos disolver las Cortes, aplazar las reformas de Ultramar, chasquear a sus Diputados que venían diligentes a tomar por primera vez parte en los asuntos del país y resolver juntos con sus compatriotas de la Península acerca de la suerte de sus propios intereses?

Además, nuestra situación económica no estaba legalizada; se había gastado el único recurso que la Constitución concede para estos casos; no había más remedio que hacer unas elecciones generales, unas nuevas elecciones, cosa que hubiera sido imposible, y el Gobierno se hubiera encontrado fuera de la legalidad constitucional en lo económico. Atendiendo, pues, a todas estas nobilísimas consideraciones, con un criterio altamente patriótico, S. M. el Rey quiso resolver la crisis haciendo compatible el nombramiento del nuevo Ministerio en el sentido más liberal, en sentido tan liberal como lo permitía la formación de estas Cortes, como lo exigían las reformas de Cuba y las necesidades de la Península, con la continuación de estas Cortes; y creyendo que el Sr. Posada Herrera, que procedía del partido conservador, que había sido elegido por vosotros para presidir con esta misma mayoría las Cortes anteriores, contaría con bastantes elementos en la misma mayoría, para que unido a los elementos más liberales de la Cámara pudiera reunir la mayoría necesaria para gobernar, le llamó para formar Gabinete. Pero en estas condiciones, ¿podía yo aceptar el ofrecimiento que de buena fe se me hiciera?

El Sr. Posada Herrera podía quizás haber gobernado con estas Cortes, como pudo un día presidirlas; pero para eso necesitaba transigir con la mayoría y ponerse de acuerdo con los que la crearon y la dirigen. Y poniéndose de acuerdo con los elementos más liberales de la Cámara, no hubiera podido, tomándolos como base de su criterio, gobernar ni por un sólo momento; porque ni por un momento hubiera podido disponer de esta mayoría.

Pues qué, ¿no os acordáis de la actitud que esta mayoría tomó así que tuvo noticia de que el Sr. Posada Herrera estaba encargado de formar el Ministerio? Pues qué, ¿no recordáis el apresuramiento con que se reunió, la pasión con que discutían en todas partes sus individuos, el ardor con que se aprestaban a la batalla y los alardes hasta insensatos que hacían de su ya seguro y fácil triunfo? Pues qué, ¿no os acordáis que en su despecho llegó a no dar ni la espera necesaria, no sólo para conocer, sino para indagar siquiera los propósitos que llevara al poder aquel que había merecido la confianza de S. M.? Ahora bien; si esta mayoría no tuvo consideración alguna a la Regia prerrogativa, ¿qué consideraciones había de haber tenido ni por un momento al Sr. Posada Herrera, y sobre todo al partido constitucional, si éste hubiese tenido la inconcebible debilidad de ceder entonces al ofrecimiento que de buena fe se le hiciera? ¡Bonito papel hubiera hecho, y bien hubiera quedado el partido constitucional, derrotado y maltrecho al día siguiente de tomar una participación en el poder, después de cinco años de oposición!

Y los que esto hacen ante la Regia prerrogativa, califican la reunión de las minorías monárquicas y liberales, califican aquel acto de antiparlamentario y anticonstitucional: lo antiparlamentario, lo anticonstitucional es provocar votaciones que pueden parecer amenazas; lo anticonstitucional, lo antiparlamentario es hablar, como estáis hablando constantemente, del retraimiento de las clases conservadoras; y sobre todo, lo antiparlamentario, lo anticonstitucional es sublevarse contra la Regia prerrogativa sin más que porque no se ejerce a favor del Sr. Cánovas del Castillo. (Muestras de aprobación en la izquierda; rumores en la derecha.) ¿Lo dudáis? Pues el Sr. Posada Herrera, que procede del partido conservador, que ha sido vuestro Presidente, que no había realizado acto alguno de hostilidad contra la mayoría, fue llamado a formar Ministerio por S. M., y no tuvisteis ni la espera de cortesía que tienen siempre hasta las oposiciones más radicales con todo Gobierno nuevo, para juzgarle con arreglo a sus primeros actos.

No podíais creer que su conducta iba a ser hostil a vosotros, porque sabíais, como sabía todo Madrid, que el Sr. Posada Herrera quería formar su Ministerio en inteligencia con el Sr. Cánovas; por consiguiente, ¿por qué le combatíais? ¿Por sus propósitos? No los conocíais. ¿Por su conducta? Tampoco. ¿Por qué le combatíais, sino por ser el elegido por la Corona contra la voluntad del Sr. Cánovas? (Rumores.) Pues o no hay lógica, o no le combatisteis por otra cosa. No se puede dar una oposición más terminante a la Regia prerrogativa; no se puede dar una protesta más clara contra la libertad del Monarca en el nombramiento de sus Ministros; no se puede dar una imposición más descarada que la que esta mayoría produjo a consecuencia de la designación hecha por S. M. (El Sr. Juez Sarmiento: Parte de la mayoría.) Ya sé que no toda; pero me basta que lo haya hecho la mayoría de la mayoría.

Ya lo veis, señores; ex abundantia cordis, uno de los individuos de la mayoría reconoce que esa mayoría se rebeló contra la prerrogativa de la Corona, y yo no puedo menos de felicitarle por su sinceridad y por su buena fe.

Pues bien, Sres. Diputados; una mayoría que de esa [4788] manera se conduce ante la prerrogativa Real; una mayoría que no ha tenido ni paciencia ni calma para guardar ninguna clase de consideraciones y ninguna clase de respetos, en su afán de seguir los deseos y las inspiraciones del Sr. Cánovas del Castillo y del Sr. Romero y Robledo, no es verdaderamente expresión de la mayoría del país, no es reflejo fiel de la opinión pública, no es verdaderamente una mayoría política, una mayoría gubernamental, y no sirve ni puede servir nunca para las soluciones del Poder moderador.

Y como la crisis había de resolverse bajo la base de la continuación de estas Cortes, a consecuencia de haber resignado el Sr. Posada Herrera su encargo en manos del Rey, S. M. tuvo necesidad de volver sobre sus pasos, retrocediendo en el camino liberal que había emprendido, y tuvo necesidad de buscar el medio de formar un Gobierno dentro de la mayoría, y entonces todavía no llamó al Sr. Cánovas del Castillo, llamó al Sr. Presidente de este Congreso, a aquel varón insigne que lloramos todos por igual, amigos y adversarios; y aquel ilustre patricio no aceptó la confianza con que se le honraba, no sólo por el mal estado de su salud, sino porque sabía que esta mayoría no había de ser suya, aunque le había elegido, y no quería someterse al protectorado de los Sres. Cánovas del Castillo y Romero y Robledo, recordando el triste resultado del que estos señores dieron a su no menos amigo el general Martínez de Campos.

Esterilizadas todas las tentativas de S. M. el Rey para formar el Ministerio por la actitud de esta mayoría, S. M. llamó muy espontáneamente al Sr. Cánovas del Castillo, y esta mayoría hasta entonces tan levantisca se tranquilizó, y cumplidas sus aspiraciones, satisfechos sus deseos y orgullosa de su triunfo, nos atruena ahora todos los días con esta frase sacramental: tenemos la confianza de la Corona. ¿No veis, señores Diputados, no se entrevé en esta conducta constante el pertinaz sistema de asediar la prerrogativa Real por medio de una mayoría en cuyo favor, que no en beneficio del país, está como secuestrado el gobierno de la Nación? ¿No se ve aquí el despotismo ministerial, producto de la tiranía parlamentaria, sobreponiéndose a todo, achicándolo todo, anulándolo todo? El Rey no podía haber elegido otro Gobierno si habían de continuar estas Cortes, y estas Cortes era indispensable que continuaran, porque la mayoría se ponían enfrente de todos, se sublevaba contra todos y se disponía a darles un voto de censura tan pronto como se presentaran en el Parlamento.

Y todo esto, y todas estas imposiciones, ¿por qué? ¿con qué? Con 250 votos, única fuerza, únicos elementos con que cuenta esta situación que a tanto se atreve con 250 votos traídos de la manera que antes hemos visto.

La verdad es que hubo un día en que tratasteis de elegir vuestro Presidente, el Presidente del Congreso, y naturalmente buscasteis el más eminente entre vosotros, aquel que pudiera representar mejor vuestras opiniones, a aquel que pudiera más fácilmente aunar vuestras voluntades en caso necesario, ¿y a quién elegisteis? Al Sr. Posada Herrera. Tratasteis después de nombrar la Comisión que había de proponer el proyecto de Constitución, y buscasteis para presidente de ella una persona que pudiera compartir su importancia con el Sr. Posada Herrera, Presidente de la Cámara, y elegisteis? ¿a quién? Al Sr. Alonso Martínez.

El Sr. Cánovas del Castillo, por conveniencia, por cansancio o por otras causas que no he de entrar a examinar, quiere retirarse del poder. Se retira en efecto, y busca para sustituirle, ¿a quién? A aquel que por sus títulos, por sus merecimientos, creía entre vosotros más digno para sustituirle. ¿Y recordáis a quién eligió? Al general Jovellar. Vuelve el Sr. Cánovas del Castillo al Gobierno; todos sabéis lo que ocurrió en la crisis de Marzo, y el Sr. Cánovas del Castillo indica para reemplazarle, ¿a quién? A aquel que entre vosotros descollaba sobre todos, a aquel que era vuestra primera figura. ¿A quién? Al general Martínez de Campos. Necesitabais un general para luchar en Cataluña, para vencer en el Norte, para pacificar Cuba, y ¿a quién acudisteis? A aquel que no tenía rival entre vosotros, a aquel que admirabais como héroe, a aquel en quien fundabais vuestra confianza y vuestro orgullo; al general Martínez de Campos. Pues el general Martínez de Campos, el general Jovellar, y el Sr. Alonso Martínez, y el Sr. Posada Herrera, y tantos y tantos otros ilustres varones como vosotros teníais en los puestos más eminentes, todas vuestras eminencias, todas aquellas que por sus merecimientos, sus títulos, su prestigio, su valor, daban tono, color, importancia y significación a esta situación, todas han desaparecido para vosotros y todas han venido aquí. ¿Qué os queda, pues, preguntaba yo un día; qué os queda? ¿No es verdad que todos aquellos que cuando estaban entre vosotros los considerabais con razón como los mejores, están ahora entre nosotros, y nosotros confundidos con ellos? ¿No es verdad que en la reunión del día 23 estaban o presentes o representados los prestigios más grandes dentro de las actuales instituciones, y que más contribuyeron por su iniciativa, por sus esfuerzos, por sus sacrificios, por sus servicios, a crear esta nueva situación política en que vivimos? ¿No es verdad esto? Pues esto es, ni más ni menos, lo que yo dije en aquella ocasión, y lo que repito ahora sin entrar en el terreno pantanoso de las comparaciones y de las personalidades, en que vosotros os habéis enfangado.

Y ahora voy a deciros más. No sólo os habéis quedado sin vuestras mayores ilustraciones, sin vuestros grandes prestigios, sin vuestras grandes eminencias, sin vuestras grandes celebridades, sino que además tenéis enfrente las Ligas de contribuyentes que nos están acosando con exposiciones contra vosotros; la pequeña propiedad, a la cual habéis arrebatado ya un número inmenso de fincas; la industria, que no cesa en sus reclamaciones; las clases obreras en las grandes poblaciones, que no saben ya cómo satisfacer sus necesidades; la juventud ilustrada, que está avergonzada del estado en que se encuentran las Universidades; las Provincias Vascongadas y Navarra, agobiadas con el estado de sitio innecesario a que las tenéis sometidas, y Cuba y Puerto Rico, cuya producción y riqueza están padeciendo grandes contrariedades.

¿Qué os queda, pues, qué os queda? Vuelvo a repetir. Doscientos cincuenta votos, de los cuales, Sres. Diputados, 150, con raras y honrosas excepciones, no son más que para contarlos, porque pesados, pesan poco; y como los votos no sólo se cuentan, sino que se pesan, y mejor dicho, más se pesan que se cuentan, resulta que los 150 votos, como expresión de la mayoría del país, como eco de la opinión pública, valen poco. Los 100 restantes son lo que se llama en política el vientre de las Cámaras, que lo compone aquel número de Diputados que a fuerza de gubernamentales, creyendo mejor servir así a sus distritos, creyendo mejor servir de esta manera al país, son ministeriales de todos los [4789] Ministerios, y que si hoy son votos vuestros, mañana, si fuéramos nosotros poder, serían votos nuestros. (Rumores.) No sé por qué se molesta la mayoría. Si veo tantas caras conocidas ahí que me han apoyado a mí, ¿por qué no he de esperar que me apoyen mañana? En resumen, Sres. Diputados, los 150 votos, por más que os asombre, como expresión de la mayoría del país, como reflejo de la opinión pública, valen poco. Se necesita una gran fuerza de imaginación, una extraordinaria fuerza de imaginación para no ver en esto más que la expresión y la representación personal y personalísima de los Sres. Cánovas, Romero y Elduayen.

Si algo me faltara para demostrar que en este país el sistema representativo está poco respetado, tendría la prueba en la ausencia del Presidente del Consejo de Ministros de ese banco. Sabiendo que una gran fuerza política venía aquí a discutir con el Gobierno y a reanudar debates que se han sostenido en la otra Cámara, no se concibe su ausencia de este sitio, más que por un gran desprecio al Parlamento. A mí no me importa sino por las consecuencias que esto puede traer para el país; pero viene en apoyo de mi aserto, y no tengo más que decir sobre esta deliberada ausencia, que nada me afecta por lo que de personal pudiera tener.

Si a pesar de todo esto queréis continuar haciendo alarde de vuestra fuerza; si surge una votación, que parece que es lo que más os prenda, porque ya no tenéis otra cosa, queréis pasar constantemente revista a vuestros 250 votos, ya que todos los días y a todas horas, y en todas partes, en el Parlamento, en la prensa, en el salón de conferencias, no se oye a los Ministros y a los ministeriales otra cosa que "Una votación pronto, una votación cuanto antes, una votación por el amor de Dios, " ¿qué extraño es que a esta política y a esta situación se la llame la política y la situación de los 250 votos?

Si a pesar de eso, digo, queréis hacer alarde de vuestra fuerza y hoy surge una votación, es cuestión de un cuarto de hora: nosotros nada tenemos que hacer: de antemano os regalamos los 250 votos, siendo generosos hasta el despilfarro, porque jamás habéis llegado a tan elevada cifra. Si todavía os importa presentar como un grave peligro para las instituciones del país el acto llevado a cabo por la minorías dinásticas, hacedlo; nosotros en eso ni aún con el voto negativo os hemos de acompañar, porque nos parece una tarea, además de insensata, peligrosa. A nosotros nos basta oponer a vuestra intemperancia nuestros hechos, a vuestra impaciencia nuestra calma, a vuestra fuerza numérica, que no faltó jamás a ningún Gobierno español, nuestra razón de justicia; a vuestras amenazas nuestro respeto a la legalidad, y a vuestra insensata excomunión nuestra esperanza en el porvenir. Pero no os ciegue el despecho, y no olvidéis que las provocaciones imprudentes y las imposiciones del número no han traído jamás otra cosa que tristísimos consecuencias. Por antilegal tuvo Guizot y como ilegal trató a aquella oposición ilustre de que formaban parte Thiers, Dufaure y Tocqueville; y sin embargo, estos hombres, oposición ilegal según Mr. Guizot, quisieron salvar lo que en Febrero perdió su Gobierno para siempre.

Y voy a concluir, Sres. Diputados, leyendo unas palabras que por su origen han de sonar bien en vuestros oídos. Vuestras, que no mías son, y por eso las voy a leer; que en caso contrario no las leería.

Dicen así:

"Para huir de las eventualidades de otros tiempos: para evitar batallas como la de Vicálvaro o la de Alcolea, es preciso que nos apartemos todos, Gobierno, mayorías y minorías, de los desastrosos caminos que entonces se siguieron.

"Antes, sin embargo, de que sobrevengan estos peligros, afirmen todos la planta sobre un terreno que no sea inseguro ni movedizo, y piensen en que nada causaría tanto horror al país como verse envuelto de nuevo en las agitaciones estériles de otros tiempos. La responsabilidad que contraigan los que no acierten a aconsejarse en la más exquisita prudencia, no quisiéramos contraerla nosotros ni ante Dios, ni ante la Patria, ni ante la historia."

Pues bien, Sres. Diputados; para no contraer nosotros ni ante la historia, ni ante la Patria, ni ante Dios tan tremenda responsabilidad, hemos realizado el acto de 23 de Mayo; al realizarlo, ya lo he dicho, todos, unos más y otros menos, hemos hecho sacrificios: benditos sean los sacrificios si ellos han de contribuir en algo o de algún modo a la pureza del sistema representativo, sin el cual ni esta sociedad puede esperar sosiego, ni habrá ventura para nuestro país. Nosotros hemos cumplido con nuestro deber: que cumplan todos con el suyo, y para nadie habrá responsabilidades ni ante la historia, ni ante la Patria, ni ante Dios. [4790]



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